lunes, 26 de octubre de 2015

El que no estaba






No sé…

Mientras caminaba en la madrugada por el campus pensé que, para inspirarme, sería buena idea obligarme a mí mismo a pensar en mi coca sin gas y untarme limón en las venas para escribir con mis manos lo que la voz de mis pensamientos pone en mis labios, pero luego pensé que eso sería demasiado “mainstream”. Ya no importó. Sería frívolo escribir inspirado en un sentimiento que no existe… en algo que no siento.

Interrumpió mi pensamiento esquizofrénico la ausencia de una persona… un varón. Mis pensamientos me canalizaron en automático a donde sea que yo guarde mis memorias de largo plazo y recordé la mirada del único ser humano a quien, hace mucho, escuché hablar del amor con intensidad. Supe que los ojos del que no estaba eran los mismos de la mujer a quien tiempo atrás se le hacía pedazos la voz tratando de recrear un desventurado episodio juvenil, romántico. Supe que los ojos de mi abuela eran los mismos del individuo que no estaba… y supe más, sin verlo.

Amar es como tener hambre: sabes que tienes hambre y sabes que debes aventarle algo al estómago, pero después de un tiempo, cuando sabes que no hay comida y que no podrás comer, ya no importa, ya da igual. Se va el apetito y si un instante después se atraviesa un bocado, solo piensas: “¿Ya pa’ qué?”. Tan solo un segundo después de que se espanta el hambre ya no importa si el alimento es bueno, si te nutre o si es “light”. Ya no. Ahora sabe a mierda, insípido… infame.

Sentí que los pensamientos del que no estaba cruzaban las dimensiones de tiempo y espacio… y me pareció escucharlo hablar: “Ven ayer, cuando yo quería, cuando me importaba, cuando era necesario, cuando todavía tu coca descarbonatada podía saciar mi sed. Ahora ya no importa. La sed se ha ido”, o algo así.
Y lo entiendo… pienso que lo entiendo. Mi cuerpo, de vez en cuando, hace corto-circuito. Me pasa más seguido de lo que pienso, pero no me doy cuenta, no al momento. Espanto el calor con un café caliente y el frío con un litro de nieve. La tos se va mojándome en la lluvia o bañándome con agua helada. Espanto al sueño después de tres días sin dormir… y así.

No hay… y no hay. El primero es descriptivo; el segundo categórico, determinante, preciso… concluyente. El segundo “no hay” indica que el cuerpo de humano debe entrar en modo de supervivencia… en automático. Si “no hay” agua, se espanta la sed. Si “no hay” comida, se espanta el hambre. Si “no hay”… a la chingada. A lo que sigue. Punto y aparte.

Después me pareció ver que eran los ojos de mi abuela y mi corazón los órganos que estaban en el que no estaba. Supe que la mirada hecha mierda del que no estaba era la misma que había obligado a su corazón a levantarse con dignidad, a desprenderse, a desapegarse… y a no estar. Lo mismo daba ya tener que no tener; poseer que no poseer. Un día hay… y al otro no. Lo aceptó.

Era el corazón del que no estaba el que hablaba a través del silencio; era la ausencia de su voz la que estaba presente, imponente. Es más: me pareció verlo ahí [aunque no estaba] con las manos empuñadas en la cintura, hablando con fuerza, como un hombre; reprochándole a aquella que no escuchaba estando presente… esa osadía de existir en vano.


Nota: 
Las últimas cuatro o cinco palabras del último párrafo pertenecen a José Ingenieros. Fue lo único que me llegó a la memoria para describir lo que era evidente en el referido suceso.